Este fin de semana salí con una amiga a un restaurante, con la intención de disfrutar de la música en vivo y desconectarnos un poco. Últimamente siento que todas mis reflexiones giran en torno a estas salidas, y esta no fue la excepción. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a notar las miradas y los coqueteos no solicitados de algunos hombres. Lo que debería haber sido un espacio para relajarnos y pasarla bien, se convirtió en otro recordatorio de cómo, para mí y otras mujeres solteras de mi edad y, especialmente en ciudades como la mía, estas situaciones son el pan de cada día. Lo más incómodo fue descubrir que varios de esos hombres estaban casados, pero eso no les impidió acercarse en busca de diversión sin compromiso. No es que disfrute escribir sobre el tema de las relaciones, ni lo considero mi especialidad, y tampoco quiero sonar repetitiva, pero creo que es importante aprovechar esta oportunidad para abordar un tema tan frecuente y molesto.

Vivo en una sociedad donde este comportamiento se justifica bajo una noción equivocada de masculinidad. El hombre casado que busca aventuras es visto como alguien que tiene «derecho» a hacerlo, y el sistema patriarcal ha creado un entorno donde estos actos se normalizan. Mientras la libertad sexual del hombre se celebra, la mujer sigue siendo juzgada por sus decisiones. El machismo no es solo una actitud individual, sino una estructura social que dicta reglas desiguales en las relaciones. Cada vez que un hombre infiel refuerza su identidad viril con una nueva conquista, nosotras las mujeres nos sentimos atrapadas en un juego donde se nos reduce a un mero objeto de deseo, invisibilizando nuestras necesidades y emociones.

Esta cultura del «macho alfa» premia la deslealtad y castiga el compromiso auténtico. Parece que hemos llegado al punto en que la falta de respeto es vista como una señal de poder, cuando en realidad es una máscara para la fragilidad de una masculinidad construida sobre la dominación. Yo, por mi parte, me encuentro constantemente caminando sobre una cuerda floja de expectativas sociales, siempre bajo la mirada crítica de los demás.

Con esta reflexión no busco demonizar a los hombres, sino cuestionar las dinámicas de poder que siguen moldeando nuestras relaciones. Mientras sigamos justificando los comportamientos del «macho alfa», perpetuamos una cultura donde la infidelidad y la falta de respeto son premiadas, mientras que la integridad y el compromiso son vistas como debilidades. No creo que los hombres sean inherentemente machistas, pero sí viven en un sistema que les otorga muchos privilegios. Y, en cierto modo, somos las mujeres las que hemos permitido que el machismo escale hasta este punto, al no cuestionar ni desafiar las normas que lo sustentan. Mientras sigamos justificando estos comportamientos, prolongamos un ciclo en el que la consideración y el compromiso pierden valor, y el machismo continúa dictando las reglas del juego.